Así del precipicio

Es inadmisible que el sistema interamericano de derechos humanos sobreviva al borde del precipicio económico. Así ha sido desde su origen.

Su subsistencia depende principalmente de aportaciones voluntarias de Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Holanda, Noruega, Reino Unido, Suecia, Suiza, la Unión Europea y dos países americanos que no forman parte del sistema: Canadá y Estados Unidos. Este último país aporta 90% de los recursos provenientes de América.

La Comisión y la Corte interamericanas de derechos humanos cumplen una función de enorme importancia, sobre todo respecto de los países de la región que no cuentan con un poder judicial ni con defensores públicos de esos derechos autónomos y altamente profesionales. Muchos abusos de poder, que de otro modo hubiesen quedado impunes, han sido perseguidos penalmente y algunos castigados, y muchas víctimas han sido resarcidas, por la intervención de la Comisión y de la Corte.

La Comisión recibe quejas de las presuntas víctimas; si las encuentra procedentes, recomienda al Estado lo que legalmente proceda. Cuando considera que el Estado no ha cumplido las recomendaciones, somete el caso a la jurisdicción de la Corte, cuyas resoluciones son de cumplimiento obligatorio para los Estados parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

La Comisión enfrenta, según informa su presidente James Cavallaro, su peor crisis económica. Si no recaba los recursos necesarios en un mes, tendrá que despedir a 40% de su personal. Esa medida afectaría dos áreas: la que se encarga de las solicitudes de medidas cautelares y la que realiza el trámite de peticiones y casos.

Los únicos fondos que tiene asegurada la Comisión son los que le asigna la OEA, los cuales no cubren más que 44% del total de su presupuesto. Esos fondos son apenas seis por ciento del presupuesto de la OEA. La insuficiencia de recursos es, tal vez, la razón de que los casos atendidos por el sistema tarden muchos años en resolverse.

La Comisión sólo cuenta con 32 abogados para atender los asuntos de los 23 Estados parte de la Convención. Por su parte, la Corte no funciona permanentemente, sino por periodos de sesiones, porque los jueces que la integran –sólo siete– se ven obligados a trabajar en otras actividades para completar sus ingresos. Muy distinta es la situación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, integrado por 47 jueces distribuidos en salas, cuyos salarios les permiten una dedicación exclusiva.

El embajador de México ante la OEA, Luis Alfonso de Alba, expresó que habría que preguntarse por qué la Comisión ha venido recibiendo menos recursos financieros, por qué algunos han perdido confianza o han dudado de la eficiencia del sistema, y urgió a cambiar la percepción de parcialidad o politización de la Comisión.

Esa declaración fue desafortunada. Se puede y se debe analizar la actuación de la Comisión y de la Corte, pero es inaceptable que el argumento sea la asfixia financiera. Es de recordarse que los gobiernos de Trinidad y Tobago y de la Venezuela chavista abandonaron el sistema no por desconfianza o dubitaciones acerca del sistema, sino porque se trata de gobiernos totalitarios, que a partir de su autoexclusión podrían seguir vulnerando los derechos humanos, pero ya sin la molestia de las admoniciones de la Comisión o las resoluciones de la Corte.

Claro que la Comisión y la Corte no son infalibles o incuestionables. Yo he sido crítico, por ejemplo, con el trabajo que en el caso de la noche triste de Iguala realizó el GIEI, grupo auspiciado por la Comisión. Desde luego, es exigible que ambos organismos funcionen con rigor y objetividad escrupulosos. Pero es mil veces preferible que los gobiernos de la región tengan una supervisión externa, aunque a veces los informes sean sesgados, exagerados, imprecisos o, incluso, injustos, a que no sean supervisados.

Los gobiernos democráticos deben fortalecer el sistema, y el fortalecimiento supone la elección adecuada de los integrantes de la Comisión y de la Corte, y la provisión de los recursos suficientes para su funcionamiento óptimo, que requiere un sustancial aumento de plazas y las remuneraciones adecuadas a los jueces para que lo sean de tiempo completo.